Debord lo había predicho (La sociedad del espectáculo, 1967. En 221 párrafos clasificados en nueve capítulos, Debord traza el desarrollo de una sociedad moderna en la que “Todo lo que una vez fue vivido directamente se ha convertido en una mera representación”. Debord argumenta que la historia de la vida social se puede entender como “la declinación de ser en tener, y de tener en simplemente parecer”. Esta condición en la cual la vida social auténtica se ha sustituido por su imagen representada, según Debord, que “el momento histórico en el cual la mercancia completa su colonización de la vida social”. El espectáculo
es la imagen invertida de la sociedad en la cual las relaciones entre
mercancías han suplantado relaciones entre la gente, en quienes la
identificación pasiva con el espectáculo suplanta actividad genuina. “El espectáculo no es una colección de imágenes”, Debord escribe, “en cambio, es una relación social entre la gente que es mediada por imágenes”)
"En el momento en que la sociedad
descubre que depende de la economía, la economía depende, de hecho, de
ella... Ahí donde estaba el Ello económico debe advenir el Yo... Su
contrario es la sociedad del espectáculo, donde la mercancía se
contempla a sí misma en un mundo por ella creado"
El inconsciente social, el Ello del espectáculo, sobre el que se funda
la actual organización social, tuvo por tanto que movilizarse para tapar
esa nueva grieta que se había abierto justamente en el momento en que
el orden dominante se creía más seguro que nunca. Entre las medidas que
tomó el inconsciente económico hallamos también las tentativas de
neutralizar la crítica radical de la mercancía que había encontrado su
más alta expresión en los situacionistas. Reducir a la mansedumbre a
Debord mismo era imposible, a diferencia de cuanto ocurrió con casi
todos los demás "héroes" de 1968. Y su teoría no dejaba margen al
equívoco: "El espectáculo es el momento en que la mercancía ha
conseguido la ocupación total de la vida social". El
que nuestra época prefiere la copia al original, como dice Debord
citando a Feuerbach, resulta ser verdadero también respecto a la crítica
radical misma.
Según Debord, el espectáculo es el triunfo del parecer y del ver, donde la imagen sustituye a la realidad. Debord menciona la televisión sólo a modo de ejemplo; el espectáculo es para él un desarrollo de aquella abstracción real que domina a la sociedad de la mercancía, basada en la pura cantidad. Pero si estamos inmersos en un océano de imágenes incontrolables que nos impiden el acceso a la realidad, entonces parece más atrevido todavía que se diga que esa realidad ha desaparecido del todo y que los situacionistas fueron aún demasiado tímidos y demasiado optimistas, ya que ahora el proceso de abstracción ha devorado a la realidad entera y el espectáculo es hoy en día aún más espectacular y más totalitario de cuanto se había imaginado, llevando sus crímenes al extremo de asesinar a la realidad misma. Los discursos "posmodernos" que irradiaron de la Francia de los años setenta se sirvieron generosamente de las ideas situacionistas, naturalmente sin citar una fuente tan poco decorosa, aunque en absoluto la ignoraban, incluso por vía de ciertas trayectorias personales. Los posmodernos, al aparentar que iban aún más allá de la teoría situacionista, en verdad la convirtieron en lo contrario de lo que era. Una vez se confunda el espectáculo, que es una formación histórico-social bien precisa, con el atemporal problema filosófico de la representación en cuanto tal, todos los términos del problema se vuelven del revés sin que se note demasiado.
Esa supuesta desaparición de la realidad, que se presenta pomposamente
como una verdad incómoda y aun como una revelación terrible, en verdad
es lo más tranquilizador que puede haber en estos tiempos de crisis. Si
el carácter tautológico del espectáculo, denunciado por Debord, expresa
el carácter automático de la economía de la mercancía que, sustraida a
todo control, anda locamente a la deriva, entonces hay efectivamente
mucho que temer. Pero si los signos, en cambio, sólo se refieren a otros
signos y así seguido, si jamás se encuentra el original de la copia
infiel, si no hay valor real que deba sostener, aunque sin lograrlo, el
cúmulo de deudas del mundo, entonces no hay absolutamente ningún riesgo
de que lo real nos alcance. Los pasajeros del Titanic pueden quedarse a
bordo, como dice Robert Kurz, y la música sigue sonando. Entonces cabe
fingir también que se está pronunciando un juicio moral radicalmente
negativo acerca de tal estado de las cosas; pero tal juicio queda en
mero perifollo cuando ninguna contradicción del ámbito de la producción
logra ya sacudir ese mundo autista. Y, sin embargo, es justamente en el
terreno de la producción que se halla la base real de la fascinación que
ejerce el "simulacro": en el sistema económico mundial que, gracias a
esas contradicciones de la mercancía de las que no se quiere saber nada,
ha tropezado con sus límites económicos, ecológicos y políticos; un
sistema que se mantiene con vida sólo gracias a una simulación continua.
Cuando los millones de billones de dólares de capital especulativo
"aparcados" en los mercados financieros, o sea todo el capital ficticio o
simulado, vuelva a la economía "real", se verá que el dinero
especulativo no era tanto el resultado de una era cultural de la
virtualidad (más bien lo contrario es cierto) como una desesperada huida
hacia delante de una economía en desbandada. Detrás de tantos discursos
sobre la desaparición de la realidad, no se esconde sino el viejo sueño
de la sociedad de la mercancía de poder liberarse del todo del valor de
uso y los límites que éste impone al crecimiento ilimitado del valor de
cambio. No se trata aquí de decidir si esa desaparición del valor de
uso, proclamada por los posmodernos, es positiva o no; el hecho es que
es rigurosamente imposible, aunque a muchos les parezca deseable. Que no
exista sustancia alguna, que se pueda vivir eternamente en el reino del
simulacro: he aquí la esperanza de los dueños del mundo actual. Corea
del Sur e Indonesia son los epitafios de las teorías posmodenas.Según Debord, el espectáculo es el triunfo del parecer y del ver, donde la imagen sustituye a la realidad. Debord menciona la televisión sólo a modo de ejemplo; el espectáculo es para él un desarrollo de aquella abstracción real que domina a la sociedad de la mercancía, basada en la pura cantidad. Pero si estamos inmersos en un océano de imágenes incontrolables que nos impiden el acceso a la realidad, entonces parece más atrevido todavía que se diga que esa realidad ha desaparecido del todo y que los situacionistas fueron aún demasiado tímidos y demasiado optimistas, ya que ahora el proceso de abstracción ha devorado a la realidad entera y el espectáculo es hoy en día aún más espectacular y más totalitario de cuanto se había imaginado, llevando sus crímenes al extremo de asesinar a la realidad misma. Los discursos "posmodernos" que irradiaron de la Francia de los años setenta se sirvieron generosamente de las ideas situacionistas, naturalmente sin citar una fuente tan poco decorosa, aunque en absoluto la ignoraban, incluso por vía de ciertas trayectorias personales. Los posmodernos, al aparentar que iban aún más allá de la teoría situacionista, en verdad la convirtieron en lo contrario de lo que era. Una vez se confunda el espectáculo, que es una formación histórico-social bien precisa, con el atemporal problema filosófico de la representación en cuanto tal, todos los términos del problema se vuelven del revés sin que se note demasiado.
Pero el haber descrito los procesos de virtualización y habérselos tomado en serio constituye también el momento de verdad que contienen las teorías posmodernas. Como mera descripción de la realidad (a su pesar) de los últimos decenios, esas teorías se muestran a menudo superiores a la sociología de inspiración marxista. Supieron denunciar con justeza la fijación de los marxistas en las mismas categorías capitalistas como el trabajo, el valor y la producción; y así parecían colocarse, por lo menos en los inicios, entre las teorías radicales que mayormente recogieron el legado de 1968. Pero luego acaban siempre hablando de los verdaderos problemas sólo para darles respuestas sin origen ni dirección. En los Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, de 1988, Debord compara ese tipo de crítica seudo-radical a la copia de un arma a la que sólo falta el percutor. Al igual que las teorías estructuralistas y postestructuralistas, los posmodernos comprenden el carácter automático, autorreferencial e inconsciente de la sociedad de la mercancía, pero sólo para convertirlo en un dato ontológico, en lugar de reconocer en ello el aspecto históricamente determinado, escandaloso y superable de la sociedad de la mercancía.
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