domingo, 22 de septiembre de 2013

Carta publicada en DEIA, el 15/09/2013

Quiero escribir esta carta como homenaje en primer lugar a mi madre, muerta el pasado día 1 de septiembre, y después como homenaje y recuerdo a todas las madres, como la del señor Víctor Zaldumbide, y personas víctimas de la incompetencia y el mal hacer de médicos autoproclamados como doctores. Pero también es un reconocimiento a los doctores que hacen de su trabajo una vida, y la llenan de amor y dedicación. Como por ejemplo el ya retirado maestro de maestros doctor Vicente Idiondo Arteche, o de los que aún siguen activos como el doctor Carlos Pérez San José.
Mi experiencia ha tenido lugar dentro de la sanidad pública, pero esto no quiere decir que la sanidad privada tenga un mejor diagnóstico, como dejó claro en una carta publicada días atrás el señor Víctor Zaldumbide, tan solo es cuestión de tener suerte con el equipo de cirujanos a los cuales te entregues, diríamos que es como jugar a la ruleta rusa, solo que aquí el cilindro de seis balas se encuentra cargado con cuatro y dos te salvan la vida.
Mi madre, al igual que la del señor Víctor, según el cirujano jefe ya era mayor (75 años). Ella siempre fue una mujer fuerte, hasta que a causa de las pastillas y medicamentos que le fueron dando, adquirió una anemia y bronquitis crónicas. Durante más de treinta años mis padres han pagado las cuotas del Igualatorio, pero desde hace tres o cuatro años decidieron que a pesar de pagar la sanidad privada preferían seguir consulta en la pública, porque según ellos te atienden también muy bien. El caso es que desde hace años cada diez o doce meses mi madre recibía una transfusión sanguínea para corregir la anemia crónica que padecía, hasta que este pasado agosto, en plena Aste Nagusia decidió acudir al hospital de Basurto porque se encontraba muy cansada. El médico que la atendió, autoproclamado como doctor, alto y guapo como pocos (qué daño han hecho las series de médicos de televisión) del cual no recuerdo su nombre porque cada día que pasaba acudía un médico nuevo a su habitación: hoy el doctor Frank Einstein, mañana la doctora Men Gele, pasado el doctor Pit Orrito… todos jóvenes y guapo/as, de los llamados ahora titulados, ¡perdón! preparados, consideró que necesitaba una transfusión y cuál fue nuestra sorpresa que en menos de 24 horas mi madre se encontró dentro de su cuerpo con cuatro bolsas de sangre y una de plasma. Claro está, a las pocas horas de recibir la última bolsa de plasma, un gran bronco espasmo sacudió su saturado cuerpo de sangre, ante el ahogo y el color que tomó el asunto, la médico de urgencia le puso la mascarilla de oxígeno y le dio mucha tranquilidad argumentando que son: ¡Consecuencias leves de la transfusión sanguínea!
Al día siguiente, el autoproclamado doctor Frank Einstein, alto y guapo como pocos, le dio el alta, porque ya se encontraba bien y podía regresar a casa que allí tan solo hacía que ocupar una cama. Mi madre apenas podía ponerse en pie ya que el ahogo y el cansancio que sufría la impedían respirar. Regresó a casa en ambulancia y después de pasar dos días de calvario en casa, ahogándose más y más a cada minuto que pasaba, por fin una ambulancia la hizo regresar de urgencia al Hospital de Universitarios de Basurto, en situación de extrema gravedad. Tras pasar diez días de agonía en el Pabellón Macua, con autoproclamados doctores y doctoras todos guapos/as y altos como pocos, murió, sin que ni una sola vez nos dijeran lo que iba a suceder y sin que ni una sola vez nos dijeran de qué mal estaba afectada mi madre: ¡Es mayor, y está enferma!, eso es todo. Media hora antes de fallecer nos avisaron de que estaba mal e iba a morir, nos dieron tan solo media hora más. Yo también espero que estos matasanos algún día sean viejos y sufran en sus carnes el dolor que los demás hemos tenido que sufrir.