Las
relaciones que se dan entre violencia, sacrificio y sacralidad suponen un
“descubrimiento”, algo aún no suficientemente explorado o hasta ignorado. El
sacrificio deviene, entonces, en una manera de hallar una salida por medio de
una víctima única (el chivo expiatorio) que impida la aniquilación absoluta de
la comunidad en cuestión, o un largo sucedáneo de venganzas a la manera de las vendettas
mafiosas. Es un mecanismo de sustitución.
La
inmolación de una víctima, sea esta un animal o un ser humano en las culturas
en que esta clase de sacrificio existían o existen, desvía la violencia en un
primer momento dirigida hacia seres próximos, y hace que la cargue un ser de
menor importancia pero que al mismo tiempo tenga un vínculo estrecho con la
comunidad; no se sacrifica cualquier animal sino aquel que es preciado por
pertenecer al ganado o a las especies con que el medio está más relacionado. De
otra manera, la violencia debería caer sobre sus propios miembros; por ejemplo,
un asesinato debería ser vengado con la sangre del asesino, pero a su vez los
que maten a este podrían ser víctimas de una nueva venganza y así hasta el
infinito. La violencia, entonces, no es suprimida, ni elaborada por medio de
una metafísica, ni sublimada; es calmada, engañada, saciada a través de un
desvío que es justamente la víctima propiciatoria.
El
sacrificio no es un rito de mediación entre el sacrificador y la divinidad,
como tradicionalmente se lo explica. Más bien, el sacrificio es una violencia
solapada que tiene como fin una violencia no generalizada o incluso, una
prevención de una violencia futura, puntual o generalizada.
Por
supuesto, sí es necesario, en el formalismo del sacrificio, hablar de una
divinidad o un ancestro al que supuestamente esa víctima va dirigida; pero sólo
es un modo de encubrimiento de la transferencia que la comunidad hace de su
violencia sobre una única víctima. La víctima carga sobre sí rivalidades,
odios, rencores, agresiones, muertes ajenas, de las que en realidad es
inocente, pero que en el marco del sacrificio debe asumir desde la proyección
del grupo para cobrar toda su eficacia.
La víctima,
entonces, sirve como protección y libera al grupo de su violencia intestina
desviándola hacia el exterior. El sacrificio lima asperezas internas y restaura
o mantiene la armonía común, reforzando la solidaridad social.
Las víctimas
se asemejan a aquellas que reemplazan, pero no se confunden con ellas; pueden
provenir, como queda dicho, del reino animal (aunque antropomorfizadas) o del
humano; en este último caso pueden ser esclavos, prisioneros de guerra a los
que primeramente se da un buen trato y se deja convivir pacíficamente hasta que
llega el momento sacrificial, o un rey, como en el caso de algunas culturas
africanas; el rey, allí, es parte de la comunidad, pero esencialmente distinto
por medio de una serie de ritos que lo degradan o vuelven impuro de modo que
sea sacrificable. En algunos casos ese rey también es sustituido, a través de
un simulacro, por una víctima animal.
De este
modo, y porque el sacrificio es una institución con rasgos de sacralidad y
perennidad, la recurrencia a la violencia no corre el riesgo de las
represalias; si estas pese a todo se dan, estamos entonces ante una sociedad a
punto de disolverse o que deberá buscar nuevas formas de plantear sus
sacrificios si no quiere recaer en el caos de una violencia generalizada.
¿Qué sucede
en las culturas occidentales? Se ha producido una sustitución de metodologías;
mientras que, como la mayoría de los antropólogos ha demostrado, los llamados
pueblos “primitivos” carecen de un sistema judicial, el aparato jurídico
occidental, desde el Derecho Romano en adelante, viene a reemplazar el
sacrificio y la víctima propiciatoria en cierta manera ajena a la culpa, no
suprimiendo la justicia vindicativa, esto es,
aquel escrito en que se defiende la fama u opinión de alguien que
ha sido injuriado o calumniado, sino usando
una represalia única a manos de una instancia soberana, el sistema judicial y
todo su aparato burocrático, que da la última palabra a través de un fallo
sobre aquellos que se consideran los verdaderos culpables de tal o cual crimen.
Es decir, la violencia es común a las civilizaciones occidentales y a los
pueblos primitivos o a etapas ya recorridas de nuestra historia; lo que varía,
tras un proceso de secularización o de olvido del valor social del sacrificio,
es si éste continúa persistiendo a través del tiempo o bien es reemplazado por
un aparato jurídico. En el sistema occidental, puede haber un sobreseimiento o
una caducidad del juicio; en la sociedad primitiva, si el sacrificio falla, no
hay solución vislumbrable, no hay cura para un magno estallido de violencia.
Por eso, el sacrificio no es solo algo a realizarse post conflicto; cumple un
rol eminentemente preventivo.
Un sacrificio
realizado de manera ritual y periódica, si bien no es excusa para el crimen
solitario, en cierta manera atrae las tendencias agresivas sobre la víctima y
la comunidad acata ese valor preventivo que tiene como sacrificado a un ser
(humano o animal) que nada ha cometido; si la venganza cayera sobre el violento
mismo, se recaería en una participación en la violencia, se produciría un
contagio, un peligro, una impureza, una peste (recordar que, en Edipo rey es precisamente una peste la que asola Tebas y
todos han caído en una suerte de exasperación; Edipo, pese a su parricidio e
incesto, no paga culpas, de las que ha sido totalmente ajeno debido a su
ignorancia, sino que los hechos se acumulan sobre él para que se convierta en
la víctima propiciatoria que libere a Tebas del mal). En la misma órbita de
impureza y contagio, se pueden entender ciertos tabúes culturales que tienen
que ver con la sangre, como la menstruación, que crea un estado de impureza y
por lo tanto necesita de ritos de purificación: la sangre es la visibilización
más clara de la violencia, y debe ser conjurada aún en el proceso menstrual de
la mujer.
La víctima,
chivo expiatorio, es vicaria; la comunidad presa de la violencia la necesita y
la busca porque precisa un remedio violento e impostergable. Toda la comunidad,
en cierta manera, participa de ese sacrificio, que remite a una violencia
primordial. Mientras que en Freud (Totem y tabú)
es la muerte del padre la que ha creado el rito posterior y el hecho religioso
en toda su complejidad, para Girard la violencia originaria puede ser un crimen
familiar o no, pero donde los protagonistas sean en cierta manera homologables
(hermanos, gemelos, amigos, miembros del mismo clan, etc.) y la víctima, un
tercero ajeno a la disputa. Para ello, remite a ejemplos tomados de la
etnología actual pero también del pasado clásico. Por ejemplo, el pharmakos
(palabra que en griego puede significar tanto remedio como veneno y sin embargo en la actualidad parece significar milagro para algunos medicuchos), un
personaje que la polis ateniense reservaba para ciertos acontecimientos límites
y que podía ser un esclavo o un débil mental mantenido a costas del fisco hasta
que un peligro lo requería, fuera una guerra, una enfermedad, etc. Entonces era
sacado de la guardia, paseado por la ciudad cosa de que atrajera sobre sí los
distintos elementos de impureza reinante en ella, para luego ser sacrificado.
De esta manera, también era un katharma, un objeto maligno como los expulsados con métodos
chamánicos. La katharsis
o purificación mencionada por Aristóteles en su Poética
con relación al efecto benéfico del arte trágico en la sociedad ateniense
también tiene que ver con esto, es
decir, una purificación que en un quehacer de origen religioso como la tragedia
se producía a través de la violencia representada en escena y siempre con una
víctima expiatoria de por medio, se trate de Edipo, de Heracles o de Panteo
en Las bacantes
de Eurípides.
Lo sagrado
es la violencia misma de los hombres pero no vista desde la interioridad de
estos sino como un factor exterior, situada fuera del hombre, confundida con los
desastres naturales, la enfermedad, la muerte, etc. Por lo tanto, así como hay
que alejar la violencia de sí, su representación externa a través de dioses,
espíritus, etc. es algo temible que siempre está lejos: internarse en esa
lejanía supone consecuencias insospechables. La violencia se vuelve sobrehumana
como ardid para mantenerla lejos y desligarse de ella a no ser por medio del
sacrificio. La violencia es mala en el seno de la comunidad social; pero vuelta
símbolo al alejarla de ella, deviene en mitos, en relatos de dioses y de
diosas, de antepasados, de héroes y demás seres intermedios que ahora sí pueden
tener un quehacer benéfico sobre los hombres siempre y cuando no se olvide el
sacrificio. La violencia fundante es una categoría que permite entender lo
sagrado como unión de contrarios, no de división entre lo sagrado y la
violencia sino como escindimiento dentro de esta última: el hombre primitivo no
adora la violencia que más bien lo aterra; pero sabe que a través de la
violencia puede trazarse la no-violencia, la única paz posible, la Guerra
preventiva; para ello está el chivo expiatorio, una víctima bendita y maldita
al mismo tiempo, tal cual la ambigüedad de términos arcaicos para definir los
sagrado (sacer,
hagios, qadosh) que implicaban tanto lo divino como el anatema.
Todo esto,
ahora sí, puede ser camuflado a través de mitos sobre divinidades que necesitan
ser alimentadas en el sacrificio, y que si no lo son, pueden venir a esa
comunidad en forma de venganza, peste, guerra, para devorar lo que por derecho
se le debe. Y en realidad se puede decir que, cuando los mecanismos del
sacrificio fallan, en cierta manera la violencia retorna a cebarse de lo suyo;
no es entonces tan disparatado pensar en deidades que vienen en son de
venganza: sencillamente, los mecanismos que podían detener la violencia, al no
llevarse a cabo, liberan ésta con todas las consecuencias inimaginables.
Para
explicar el origen de la violencia en el hombre, hay que rechazar las ideas
freudianas de pulsión, instinto o thanatos, neurosis. Estas explicaciones volverían a caer en
lo mítico, serían una forma de construir un nuevo mito etiológico para explicar
el origen de la violencia, y hasta una forma secularizada de teodicea. La
explicación es que en toda violencia no solo hay un sujeto y un objeto, sino
ante todo un rival, no necesariamente la
figura paterna como en Freud. El objeto es deseado por dos rivales; ambos
comparten un mismo deseo.
Si uno de los dos alcanza el objeto de deseo, la enemistad se acentúa hasta el grado
inevitable de la violencia. Así, se resucita el viejo concepto de mímesis
tan caro a la mentalidad griega. Pero dos deseos que convergen en el mismo
objeto, una mímesis que atraviesa a ambos deseantes, sólo puede llevar al
conflicto. La figura literaria del doble es aquí una manera válida de explicación; el doble
puede ser un hermano, un padre, un prójimo cualquiera con el que se comparte el
mismo objeto de deseo.
Si la
violencia logra solucionarse entonces a través del sacrificio, la comunidad
sufre un daño mínimo. Pero si el sacrificio es una práctica que ha perdido
eficacia, entonces estamos ante una comunidad en conflicto. Ese sería el
sentido último de la tragedia griega, que vez tras vez recurre a los temas de
la mímesis, los rivales, la peste, la disolución social y la eficacia o
ineficacia de la víctima propiciatoria: justamente porque la tragedia,
contrario a los períodos más tempranos de la literatura helénica, se produce en
un estadio en que el sacrificio y la religiosidad están perdiendo su
potencialidad conciliadora de la violencia y se da paso a una crisis de la que
no es ajena la nueva racionalidad. Vuelto inútil el chivo emisario, la
violencia se vuelve de unos contra otros, y al mismo tiempo se transfiere de
generación a generación; en el mito de Edipo, Tiresias, Edipo, Creonte, los
hijos, todos son víctimas de la violencia, aunque Edipo acepte su carga como
chivo. Pero en otras tragedias, como Los siete contra
Tebas o Antígona,
los rivales no pueden contra sí mismos, y todos de una forma u otra sucumben a
la crisis sacrificial, ahora indetenible. Ya no hay límite entre lo puro y lo
impuro, pero sí una transición entre el sacrificio primitivo y las formas
jurídicas que lo reemplazarán, especialmente a través del Derecho Romano, hasta
llegar a nosotros.
El
Apocalipsis que se avecina, es el mundo que ve su propio fin en la violencia y
que recuerda suficientemente lo que ha oído para comprender que él mismo forma
parte del problema y que en parte es responsable de eso. En eso mi visión es romántica:
sólo algunos individuos serán conscientes del desastre en curso, serán
culpables de haber comprendido de verdad el sentido de ello.
En este
sentido, el Apocalipsis es la conciencia del fracaso del cristianismo, incluso
si puede convencer a unos en su creencia o a otros en la convicción de que es
irremplazable. La destrucción de todo no es perceptible. Por eso el Apocalipsis
no es una metáfora. Es una realidad. Si escucháis a los científicos y lo que
dicen sobre la desaparición de las especies o sobre la evolución del planeta,
constataréis que hoy hay un encuentro decisivo entre ciencia y religión. Pero
esta confusión entre lo natural y lo artificial está anunciada en los
Evangelios. La transcendencia ha prevenido y es implacable. Se hace necesario arrancar
el Apocalipsis tanto a los integristas que lo toman por voluntad de Dios como a
los progresistas que rechazan verlo. Siempre he mantenido esto obstinadamente
entre dos formas de desconocimiento. Esta concepción del fin de los tiempos nos
permite prescindir de la idea del Padre Terrible. No hay un dios implacable que
quiera castigar a los hombres, sino un Apocalipsis humano en preparación. Es
una consecuencia de nuestros actos.
Yo lo llamo
Apocalipsis, en honor a tantos años de sufrimiento con que nos ha castigado el cristianismo, tú
puedes llamarle gran depresión, falta de valores, nihilismo…Nuestros actos
tienen consecuencias…