domingo, 15 de abril de 2012

EL APOCALIPSIS


Las relaciones que se dan entre violencia, sacrificio y sacralidad suponen un “descubrimiento”, algo aún no suficientemente explorado o hasta ignorado. El sacrificio deviene, entonces, en una manera de hallar una salida por medio de una víctima única (el chivo expiatorio) que impida la aniquilación absoluta de la comunidad en cuestión, o un largo sucedáneo de venganzas a la manera de las vendettas mafiosas. Es un mecanismo de sustitución.
La inmolación de una víctima, sea esta un animal o un ser humano en las culturas en que esta clase de sacrificio existían o existen, desvía la violencia en un primer momento dirigida hacia seres próximos, y hace que la cargue un ser de menor importancia pero que al mismo tiempo tenga un vínculo estrecho con la comunidad; no se sacrifica cualquier animal sino aquel que es preciado por pertenecer al ganado o a las especies con que el medio está más relacionado. De otra manera, la violencia debería caer sobre sus propios miembros; por ejemplo, un asesinato debería ser vengado con la sangre del asesino, pero a su vez los que maten a este podrían ser víctimas de una nueva venganza y así hasta el infinito. La violencia, entonces, no es suprimida, ni elaborada por medio de una metafísica, ni sublimada; es calmada, engañada, saciada a través de un desvío que es justamente la víctima propiciatoria.
El sacrificio no es un rito de mediación entre el sacrificador y la divinidad, como tradicionalmente se lo explica. Más bien, el sacrificio es una violencia solapada que tiene como fin una violencia no generalizada o incluso, una prevención de una violencia futura, puntual o generalizada.
Por supuesto, sí es necesario, en el formalismo del sacrificio, hablar de una divinidad o un ancestro al que supuestamente esa víctima va dirigida; pero sólo es un modo de encubrimiento de la transferencia que la comunidad hace de su violencia sobre una única víctima. La víctima carga sobre sí rivalidades, odios, rencores, agresiones, muertes ajenas, de las que en realidad es inocente, pero que en el marco del sacrificio debe asumir desde la proyección del grupo para cobrar toda su eficacia.
La víctima, entonces, sirve como protección y libera al grupo de su violencia intestina desviándola hacia el exterior. El sacrificio lima asperezas internas y restaura o mantiene la armonía común, reforzando la solidaridad social.
Las víctimas se asemejan a aquellas que reemplazan, pero no se confunden con ellas; pueden provenir, como queda dicho, del reino animal (aunque antropomorfizadas) o del humano; en este último caso pueden ser esclavos, prisioneros de guerra a los que primeramente se da un buen trato y se deja convivir pacíficamente hasta que llega el momento sacrificial, o un rey, como en el caso de algunas culturas africanas; el rey, allí, es parte de la comunidad, pero esencialmente distinto por medio de una serie de ritos que lo degradan o vuelven impuro de modo que sea sacrificable. En algunos casos ese rey también es sustituido, a través de un simulacro, por una víctima animal.
De este modo, y porque el sacrificio es una institución con rasgos de sacralidad y perennidad, la recurrencia a la violencia no corre el riesgo de las represalias; si estas pese a todo se dan, estamos entonces ante una sociedad a punto de disolverse o que deberá buscar nuevas formas de plantear sus sacrificios si no quiere recaer en el caos de una violencia generalizada.
¿Qué sucede en las culturas occidentales? Se ha producido una sustitución de metodologías; mientras que, como la mayoría de los antropólogos ha demostrado, los llamados pueblos “primitivos” carecen de un sistema judicial, el aparato jurídico occidental, desde el Derecho Romano en adelante, viene a reemplazar el sacrificio y la víctima propiciatoria en cierta manera ajena a la culpa, no suprimiendo la justicia vindicativa, esto es,  aquel escrito en que se defiende la fama u opinión de alguien que ha sido injuriado o calumniado, sino usando una represalia única a manos de una instancia soberana, el sistema judicial y todo su aparato burocrático, que da la última palabra a través de un fallo sobre aquellos que se consideran los verdaderos culpables de tal o cual crimen. Es decir, la violencia es común a las civilizaciones occidentales y a los pueblos primitivos o a etapas ya recorridas de nuestra historia; lo que varía, tras un proceso de secularización o de olvido del valor social del sacrificio, es si éste continúa persistiendo a través del tiempo o bien es reemplazado por un aparato jurídico. En el sistema occidental, puede haber un sobreseimiento o una caducidad del juicio; en la sociedad primitiva, si el sacrificio falla, no hay solución vislumbrable, no hay cura para un magno estallido de violencia. Por eso, el sacrificio no es solo algo a realizarse post conflicto; cumple un rol eminentemente preventivo.
Un sacrificio realizado de manera ritual y periódica, si bien no es excusa para el crimen solitario, en cierta manera atrae las tendencias agresivas sobre la víctima y la comunidad acata ese valor preventivo que tiene como sacrificado a un ser (humano o animal) que nada ha cometido; si la venganza cayera sobre el violento mismo, se recaería en una participación en la violencia, se produciría un contagio, un peligro, una impureza, una peste (recordar que, en Edipo rey es precisamente una peste la que asola Tebas y todos han caído en una suerte de exasperación; Edipo, pese a su parricidio e incesto, no paga culpas, de las que ha sido totalmente ajeno debido a su ignorancia, sino que los hechos se acumulan sobre él para que se convierta en la víctima propiciatoria que libere a Tebas del mal). En la misma órbita de impureza y contagio, se pueden entender ciertos tabúes culturales que tienen que ver con la sangre, como la menstruación, que crea un estado de impureza y por lo tanto necesita de ritos de purificación: la sangre es la visibilización más clara de la violencia, y debe ser conjurada aún en el proceso menstrual de la mujer.
La víctima, chivo expiatorio, es vicaria; la comunidad presa de la violencia la necesita y la busca porque precisa un remedio violento e impostergable. Toda la comunidad, en cierta manera, participa de ese sacrificio, que remite a una violencia primordial. Mientras que en Freud (Totem y tabú) es la muerte del padre la que ha creado el rito posterior y el hecho religioso en toda su complejidad, para Girard la violencia originaria puede ser un crimen familiar o no, pero donde los protagonistas sean en cierta manera homologables (hermanos, gemelos, amigos, miembros del mismo clan, etc.) y la víctima, un tercero ajeno a la disputa. Para ello, remite a ejemplos tomados de la etnología actual pero también del pasado clásico. Por ejemplo, el pharmakos (palabra que en griego puede significar tanto remedio como veneno y sin embargo en la actualidad parece significar milagro para algunos medicuchos), un personaje que la polis ateniense reservaba para ciertos acontecimientos límites y que podía ser un esclavo o un débil mental mantenido a costas del fisco hasta que un peligro lo requería, fuera una guerra, una enfermedad, etc. Entonces era sacado de la guardia, paseado por la ciudad cosa de que atrajera sobre sí los distintos elementos de impureza reinante en ella, para luego ser sacrificado. De esta manera, también era un katharma, un objeto maligno como los expulsados con métodos chamánicos. La katharsis o purificación mencionada por Aristóteles en su Poética con relación al efecto benéfico del arte trágico en la sociedad ateniense también  tiene que ver con esto, es decir, una purificación que en un quehacer de origen religioso como la tragedia se producía a través de la violencia representada en escena y siempre con una víctima expiatoria de por medio, se trate de Edipo, de Heracles o de Panteo en  Las bacantes de Eurípides.
Lo sagrado es la violencia misma de los hombres pero no vista desde la interioridad de estos sino como un factor exterior, situada fuera del hombre, confundida con los desastres naturales, la enfermedad, la muerte, etc. Por lo tanto, así como hay que alejar la violencia de sí, su representación externa a través de dioses, espíritus, etc. es algo temible que siempre está lejos: internarse en esa lejanía supone consecuencias insospechables. La violencia se vuelve sobrehumana como ardid para mantenerla lejos y desligarse de ella a no ser por medio del sacrificio. La violencia es mala en el seno de la comunidad social; pero vuelta símbolo al alejarla de ella, deviene en mitos, en relatos de dioses y de diosas, de antepasados, de héroes y demás seres intermedios que ahora sí pueden tener un quehacer benéfico sobre los hombres siempre y cuando no se olvide el sacrificio. La violencia fundante es una categoría que permite entender lo sagrado como unión de contrarios, no de división entre lo sagrado y la violencia sino como escindimiento dentro de esta última: el hombre primitivo no adora la violencia que más bien lo aterra; pero sabe que a través de la violencia puede trazarse la no-violencia, la única paz posible, la Guerra preventiva; para ello está el chivo expiatorio, una víctima bendita y maldita al mismo tiempo, tal cual la ambigüedad de términos arcaicos para definir los sagrado (sacer, hagios, qadosh) que implicaban tanto lo divino como el anatema.
Todo esto, ahora sí, puede ser camuflado a través de mitos sobre divinidades que necesitan ser alimentadas en el sacrificio, y que si no lo son, pueden venir a esa comunidad en forma de venganza, peste, guerra, para devorar lo que por derecho se le debe. Y en realidad se puede decir que, cuando los mecanismos del sacrificio fallan, en cierta manera la violencia retorna a cebarse de lo suyo; no es entonces tan disparatado pensar en deidades que vienen en son de venganza: sencillamente, los mecanismos que podían detener la violencia, al no llevarse a cabo, liberan ésta con todas las consecuencias inimaginables.
Para explicar el origen de la violencia en el hombre, hay que rechazar las ideas freudianas de pulsión, instinto o thanatos, neurosis. Estas explicaciones volverían a caer en lo mítico, serían una forma de construir un nuevo mito etiológico para explicar el origen de la violencia, y hasta una forma secularizada de teodicea. La explicación es que en toda violencia no solo hay un sujeto y un objeto, sino ante todo  un rival, no necesariamente la figura paterna como en Freud. El objeto es deseado por dos rivales; ambos comparten un mismo deseo. Si uno de los dos alcanza el objeto de deseo, la enemistad se acentúa hasta el grado inevitable de la violencia. Así, se resucita el viejo concepto de mímesis tan caro a la mentalidad griega. Pero dos deseos que convergen en el mismo objeto, una mímesis que atraviesa a ambos deseantes, sólo puede llevar al conflicto. La figura literaria del doble es aquí una manera válida de explicación; el doble puede ser un hermano, un padre, un prójimo cualquiera con el que se comparte el mismo objeto de deseo.
Si la violencia logra solucionarse entonces a través del sacrificio, la comunidad sufre un daño mínimo. Pero si el sacrificio es una práctica que ha perdido eficacia, entonces estamos ante una comunidad en conflicto. Ese sería el sentido último de la tragedia griega, que vez tras vez recurre a los temas de la mímesis, los rivales, la peste, la disolución social y la eficacia o ineficacia de la víctima propiciatoria: justamente porque la tragedia, contrario a los períodos más tempranos de la literatura helénica, se produce en un estadio en que el sacrificio y la religiosidad están perdiendo su potencialidad conciliadora de la violencia y se da paso a una crisis de la que no es ajena la nueva racionalidad. Vuelto inútil el chivo emisario, la violencia se vuelve de unos contra otros, y al mismo tiempo se transfiere de generación a generación; en el mito de Edipo, Tiresias, Edipo, Creonte, los hijos, todos son víctimas de la violencia, aunque Edipo acepte su carga como chivo. Pero en otras tragedias, como Los siete contra Tebas o Antígona, los rivales no pueden contra sí mismos, y todos de una forma u otra sucumben a la crisis sacrificial, ahora indetenible. Ya no hay límite entre lo puro y lo impuro, pero sí una transición entre el sacrificio primitivo y las formas jurídicas que lo reemplazarán, especialmente a través del Derecho Romano, hasta llegar a nosotros.
El Apocalipsis que se avecina, es el mundo que ve su propio fin en la violencia y que recuerda suficientemente lo que ha oído para comprender que él mismo forma parte del problema y que en parte es responsable de eso. En eso mi visión es romántica: sólo algunos individuos serán conscientes del desastre en curso, serán culpables de haber comprendido de verdad el sentido de ello.
En este sentido, el Apocalipsis es la conciencia del fracaso del cristianismo, incluso si puede convencer a unos en su creencia o a otros en la convicción de que es irremplazable. La destrucción de todo no es perceptible. Por eso el Apocalipsis no es una metáfora. Es una realidad. Si escucháis a los científicos y lo que dicen sobre la desaparición de las especies o sobre la evolución del planeta, constataréis que hoy hay un encuentro decisivo entre ciencia y religión. Pero esta confusión entre lo natural y lo artificial está anunciada en los Evangelios. La transcendencia ha prevenido y es implacable. Se hace necesario arrancar el Apocalipsis tanto a los integristas que lo toman por voluntad de Dios como a los progresistas que rechazan verlo. Siempre he mantenido esto obstinadamente entre dos formas de desconocimiento. Esta concepción del fin de los tiempos nos permite prescindir de la idea del Padre Terrible. No hay un dios implacable que quiera castigar a los hombres, sino un Apocalipsis humano en preparación. Es una consecuencia de nuestros actos.
Yo lo llamo Apocalipsis, en honor a tantos años de sufrimiento  con que nos ha castigado el cristianismo, tú puedes llamarle gran depresión, falta de valores, nihilismo…Nuestros actos tienen consecuencias…